Una obsesión argentina

por Juan Escobar
¿Será posible alguna vez pensar sobre o hablar de o hacer política y economía en la Argentina prescindiendo del peronismo como referencia?

Muchos fueron los que desde su aparición -y particularmente a partir de su primer derrocamiento- se ilusionaron con ello e invariablemente vieron destrozarse esas ilusiones contra una realidad que venía a confirmarles la persistencia del hecho maldito y al mismo tiempo lo efímero del alcance de sus pretensiones.

Intentos fallidos tanto desde afuera como desde adentro del peronismo. Sea declaradamente en contra o supuestamente en el mismo sentido y en su nombre. La obsesión de superarlo, de archivarlo, para dejarlo definitivamente arrumbado como un anacronismo frente a un presente en apariencia esquivo, frente a la coyuntura del rechazo, posiblemente fue una de las condiciones básicas para su siempre insoslayable permanencia.

Nada nuevo hasta aquí. Ni en estas reflexiones ni en la Historia. Porque los intereses que defienden han permanecido prácticamente inalterables desde hace dos siglos. Ninguna novedad salvo los espejitos de colores que el electorado gusta comprar de tanto en tanto. De todas formas, motivos no les faltan. 

La intensidad peronista llega un momento que se vuelve insoportable. Hasta para nosotros mismos. Largos períodos de peronismo en el gobierno agotan a cualquiera. En primer lugar al peronismo. La utopía del gobierno peronista para siempre, se va pareciendo cada vez más a un exceso de la imaginación.

Nada verdaderamente nuevo. Invariablemente, los dedos acusadores que nos señalaron a lo largo de la Historia se fueron revelando al poco andar como parte de estatuas de sal. 

Porque esos cuestionamientos blandidos en nombre de sucesivas modernizaciones imaginarias, caído el maquillaje al primer chaparrón se pusieron en evidencia a su vez como atavismos, como fantasmas de un pasado aún anterior a la aparición del peronismo. Intentos de llevar al país, como sucede hoy, a un estado de situación pre-peronista. Para permitirse respirar aliviados y hacer de cuenta que nada ha sucedido, que el peronismo no fue otra cosa que un mal momento en la historia supuestamente apacible de la Argentina oligárquica y su factoría próspera.

Pero no. Invariablemente el peronismo persiste como el aguafiestas que termina escupiendo -cuando no pateando- el asado al que no sólo no lo invitan y del que lo dejan afuera sino del que pretenden pasarle la factura, tanto de la carne que se comen otros como de los platos rotos que dejan en tendal.

El peronismo, a la manera del cornetista de "La fiesta inolvidable", incomoda a todos y aún bajo el fuego cruzado de propios y extraños que quieren terminar con él, se niega a morir, reteniendo el centro de la escena y acaparando toda la atención, especialmente de quienes quisieran que no existiera y al mismo tiempo dan toda la impresión de que no pueden vivir sin estar pendientes de él. Lo que es decir, y ésa es la cuestión que me interpela, de nosotros.


Molesto, incómodo, inesperado. A esta altura de la historia, no se puede negar el carácter traumático de su irrupción en el tiempo y el espacio de la apoltronada Argentina agroexportadora, que había encontrado su confortable lugar en el mundo como madama del Imperio Inglés. Una Argentina rica. Pero profunda y escandalosamente injusta. Posiblemente no haya mejor testimonio de esto que el fundamental "Informe sobre el Estado de las Clases Obreras en el Interior de la República" del catalán Juan Bialet Massé.

La República de la Gente Bien, que no dudaba a la hora de armar bandas civiles para reprimir violentamente reclamos obreros, como la Liga Patriótica en la Semana Trágica. Porque la Patria era la tierra. Y ellos eran los dueños. No iban a permitir que ninguna demagogia (por más que le digan democracia) viniera a perturbar la Pax Agrícola. 

Cualquier riesgo se confrontaría de la única forma que conocen, abusando de su posición dominante en el uso de la fuerza bruta y la violencia sin límites. Como lo hicieron con los indios en la Campaña del desierto. 

Desde entonces siempre tendrían una Campaña del desierto pendiente, por delante, siempre dispuestos. Y desde su aparición, el peronismo sería casi invariablemente ese oscuro objeto del deseo, ese cuerpo extraño que hay que extirpar a como dé lugar para retornar estancieramente a su exclusivo paraíso perdido con olor a bosta.

Vaya con impunidad una hipótesis cualquiera como si viniera al caso: el peronismo incomoda, no encaja y molesta porque es bastardo y mestizo, tanto en lo cultural como en lo ideológico. Involucrando la cuestión identitaria en su conjunto. La identidad de propios y extraños.

No faltará el que se deje llevar por la facilidad y derive en la conclusión instantánea de que el peronismo es mestizo por parte de padre y bastardo por parte de madre. Pero no. Mejor no tomar por ese atajo. Dejemos esas tentaciones para José Pablo Feinmann leyendo al peronismo desde Jean-Paul Sartre y su comodidad orgullosamente burguesa.

El carácter bastardo en lo ideológico fue problemático desde siempre para los encasilladores, generalmente plumíferos empecinados en inmovilizarlo dentro de diversos lechos de Procusto para su propia comodidad y tranquilidad. Siempre infructuosamente. Siempre reescribiendo versiones mediocres de la parábola de los ciegos y el elefante al que nunca terminan de abarcar por completo. En su totalidad, como si eso fuera posible. Como si se quisiera emular la obra de Gaudí con meras descripciones.

En lo ideológico, incomoda como todo hijo ilegítimo, aunque quizás sea más apropiado verlo como un hijo natural de nuestro devenir histórico, una derivación indeseable para el statu quo, pero que tampoco llega de la nada en una nave extraterrestre. 

Un advenimiento que tiene raíces firmes en la Historia, aunque no provenga de su avenida principal, la de los ganados y las mieses. Sino de una línea diagonal, siempre postergada. La que parece apartarse del destino agroexportador para avanzar en el sentido del Industrialismo, que en el hemisferio norte venía cambiando la realidad en camino a constituirse en un Nuevo Orden Mundial y que lo venía haciendo desde antes del nacimiento mismo de la Nación Argentina. Con nombres como Belgrano o Pellegrini predicando esa alternativa en el desierto pampeano. 

Porque es la concreta, material y tangible modernidad industrial -en su apogeo por aquellos tiempos- la que irrumpe con el peronismo en la impasible Argentina pastoril. 

Incómoda bastardía ideológica para los propios también (se me viene la imagen de César Marcos leyendo A Marx en los tranvías). Porque mientras todo discurso -y especialmente todo discurso político- conlleva una pretensión de linaje, como decía Nicolás Rosa, se inscribe en una tradición que lo legitima al tiempo que lo acota, permite definirlo y clasificarlo, el peronismo como discurso resulta caótico en la medida que se inscribe parcialmente en múltiples tradiciones que nunca terminan de reconocerlo del todo como parte. Porque como La palabra que sana de Alejandra Pizarnik, siempre dice algo y además más y otra cosa.

Mestizo en lo cultural, y como todo mestizo con una identidad que no fue dada de una vez y para siempre, salvo como interrogante. Una identidad siempre cuestionada y en cuestión. Una identidad flotante y por momentos a la deriva. Siempre en construcción y en deconstrucción. Por eso siempre inasible. Ya volveremos sobre el mestizaje y seguramente de la mano de Rodolfo Kusch. En particular, de su "Geocultura del hombre americano".

En más de una oportunidad, el peronismo ha sido un cambalache problemático y febril. Problemático para todos, pero especialmente para Perón. Porque basta leerlo en sus escritos, escucharlo en sus discursos, para entrever que no muchas veces el peronismo fue lo que Perón quería. El peronismo de hoy es el mejor ejemplo de lo que decimos. Insoslayablemente lejos  del "peronismo de Perón", sin que esto signifique la ausencia de "peronistas de Perón". Nada que ver con eso. Pero si hoy como ayer, esa Argentina grande con que San Martín soñó es la realidad efectiva que debemos a Perón, se lo debemos porque claramente se encuentra menos en el haber que en el debe de todos y cada uno de los peronistas.

El peronismo siempre tuvo una relación complicada con la utopía, por su lejanía insalvable con la realidad. Con las utopías de los comedidos que quieren llevar agua para su propio molino, sea la Ciudad de Dios o la Revolución Socialista. Pero el primer utopista en apuros entre nosotros es el mismo Perón, con su utopía realizable de la Comunidad Organizada que se plasma pedagógicamente en su Modelo Argentino para el Proyecto Nacional. Una utopía realizable, sí, pero con más probabilidades de concreción en un país como Suecia o Noruega que entre nosotros. Una utopía realizable, pero con dificultades que ni el propio General pudo evadir con su proverbial pragmatismo. O mejor, con su sentido práctico, para evitar connotaciones filosóficas que siempre empiojan las cosas.

Pero bueno, hasta el peronismo dominguero tiene sus límites. Y no es otro que los ravioles con tuco sobre la mesa. Será hasta la próxima y ahora queda la pelota del otro lado de la cancha para después de la siesta.



soyjuanescobar@gmail.com

Comentarios

  1. Es un texto calmo, reflexivo como dice Cesar Vallejo: "y dormita la sangre como flojo coñac dentro de mi". Acuerdo mucho no todo. En especial el exceso de pragmatismo en el peronismo terminó en el peronismo neoliberal, y hay tantos tan proclives a ese pragmatismo, que de alguna manera está propugnado en Conducción Política. Ahí el límite al pragmatismo lo pone el ideario peronista, sus ancladas revoluciones del 45 al 55. El exceso pragmático traicionó el legado. Tampoco comparto que se debe evitar connotaciones filosoficas, es una precaución que no cumple con su deseo, porque claro que el peronismo tiene su connotación filosófica, y existe en la subjetividad de cada peronista. Ayer puso un recordatorio de Marx y lo mezclé con Hegel y el peronismo, es mucho del aspecto filosófico que creo hay en el peronismo.

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