El qué y el cómo

por Juan Escobar
1. Hoy por hoy la opinión, qué duda cabe, está claramente sobrevalorada. Todos opinamos de todo. Mayor es el énfasis cuanto más lejos de nosotros está la responsabilidad de la cuestión sobre la que se opina. No es de extrañar entonces que se nos dé por opinar así, las más de las veces: irresponsablemente. Hablando como si supiéramos. Esto convierte en poco seria toda pretensión de verdad de la que viene acompañada casi toda opinión en su voluntad de prevalecer, de imponerse, aunque sea a los gritos, con el siempre conveniente aditamento de la indignación. La más clara expresión viene dada por uno de los temas centrales de la discusión argentina: el fútbol. Cuarenta millones de "directores técnicos". Verdadera religión nacional, esa discusión configura el estilo paradigmático. Todo pasa a discutirse así, como si de fútbol se tratara. El paisaje cotidiano resulta así tan bizarro en su total normalidad.

Thalia - A Quien Le Importa 

Nunca es ocioso recordar a los antiguos, que distinguían entre el logos y la doxa, entre el conocimiento y la opinión. De lo que se deduce que la opinión nunca es conocimiento verdadero. Entre nosotros la cosa viene de lejos. Ya don José Hernández le hacía decir a Martín Fierro, gaucho malo y prototipo de argentinidad: Yo he conocido cantores / que era un gusto el escuchar; / mas no quieren opinar / y se divierten cantando; / pero yo canto opinando / que es mi modo de cantar.  Y en la Vuelta: Hay hombres que de su cencia / tienen la cabeza llena; / hay sabios de todas menas, / mas digo, sin ser muy ducho, / es mejor que aprender mucho / el aprender cosas buenas. Allí también, en el poema patrio, en el principio fue la doxa. Y bastante después, el logos. Hoy la vuelta como lugar del logos, al parecer, siempre nos queda pendiente.


2. Vivimos en una aparente democracia de opinión, regida por una supuesta libertad de opinión, donde en rigor importa menos la opinión de cada uno que el ruido que se pueda hacer. Donde, para colmo, se confunde la opinión con el pensamiento. Donde, en consecuencia, opinar distinto se toma por pensar distinto. Pero para pensar distinto, para ejercer la libertad de pensamiento, la condición previa es pensar. Se nos ocurre que entre pensamiento y opinión hay una proporción inversa, por lo cual difícilmente se llegue a un equilibrio. Cuanto más opinión, menos pensamiento. Cuanto más pensamiento menos opinión. El pensamiento opera como un moderador de la opinión. Si la opinión no cesa de proliferar, el pensamiento, bueno, en fin. ¿De qué estábamos hablando? 

No existe tal democracia de la opinión pública. La libertad de opinión, siempre estará limitada por los intereses que pueda afectar. Intereses, antes que nada, económicos. Ya en el Mercado-mundo de la globalización donde habitamos, la vida de las comunidades humanas se organiza precisamente como eso, como un mercado. Por eso también la opinión pública, para no desentonar, se organiza como un mercado. Y su dinámica está motorizada por empresas, por grandes empresas que ejercen la posición dominante en esas relaciones de mercado y trafican esas opiniones bajo la apariencia de "información". Una "información" que, en un capricho de la etimología, viene a ocuparse de darnos forma por dentro. Darnos forma como sujetos opinantes. Nada menos.

A todo esto se suma el hecho de que persiste entre nosotros cierta manifestación del pensamiento mágico extensamente difundida. Una especie de fetichismo respecto de las palabras, que les atribuye poderes por el mero hecho de pronunciarlas. Ese fetichismo no se vincula con las ideas que las palabras representan, ideas siempre complejas, polisémicas, con historia, con diversidad de interpretaciones y posibilidades de implementación en la vida real.

No se trata de las ideas. Por eso tampoco los debates giran en torno de la manera de llevarlas a la práctica. No, nada que ver con la lucha por la idea a la que nos convocaba Perón.

Se trata de las palabras meramente. Vaciadas de su sentido por una repetición publicitaria que llena ese vacío de ideas con sus representaciones fonéticas. Es decir, que vienen a llenar un vacío con otro vacío. En definitiva, las palabras como representación de las ideas, que terminan confirmando literalmente aquella definición de representación: eso que está en el lugar de otra cosa. Pero que no es esa otra cosa.

Y las palabras convertidas en significantes vacíos, en meras etiquetas, aplanan las ideas que debieran canalizar, para pasar a ser materia prima y manufacturarse bajo la forma de consignas. La palabra se reduce a etiqueta y la etiqueta deriva en slogan para reproducirse al infinito, en los turbulentos mares del mercado de la opinión pública. Reduciendo todo a un simplismo extremo frente a una realidad cada vez más compleja.

Después nos preguntamos asombrados dónde estuvo el error. Por qué los problemas, a los que debieran referirse los debates políticos, siguen ahí. Sin dejar de engordar, de agravarse, de institucionalizarse ya como parte del telón de fondo de las discusiones que tienen lugar dándole la espalda sin verlos siquiera por el espejo retrovisor.

Decimos pensamiento mágico, como si no fuera una contradicción en los términos.


3. Palabras mágicas, que crean una sensación de realidad, como esa a la que nos tiene acostumbrados la publicidad. Se miente más de la cuenta / por falta de fantasía / también la verdad se inventa, irrumpe Antonio Machado para arrojar un poco de luz sobre el asunto.

Si habrá corrido agua bajo el puente, que cuando hay palabras que se repiten como un mantra, ya presuponemos que no es otra cosa que mera propaganda, (que manda, cruel, en el cartel) donde la veracidad de las palabras se sacrifica inexorablemente en pro de la persuasión.

Roberto Goyeneche - Afiches 

Consenso, diálogo, transparencia, competitividad, acuerdo, crecimiento, la letanía del día puede ser interminable.¿Para qué te voy a decir una cosa por otra? repetía Luis Sandrini a lo largo de la película "Cuando los duendes cazan perdices". La mentira política es tan vieja como la política. Y en política decir una cosa por otra encubre generalmente el mecanismo más elemental del engaño. Pero como solía decir Perón: se puede decir una mentira, pero no se puede hacer una mentira.

Siempre nuevas y relucientes -aunque ilusorias- trompetas de Jericó, las palabras pueden ser también armas de destrucción masiva. En especial del buen nombre y honor de personas e instituciones. Pueden arruinar vidas y organizaciones. Pero los muros de la realidad, más allá de las ilusiones metafísicas del discurso, ni se mosquean. O no lo hacen para bien. De ilusión también se vive, por lo menos hasta que te agarra el hambre.


4. El discurso político pone por delante el qué. En la pancarta y a la vista de todos. Pero por detrás no hay nada. Y así la discusión se organiza enfrentando parcialidades, a favor y en contra de ese qué. En ese tren, si las manos se estrechan, lo hacen exclusivamente en función de la pulseada. Nos quedamos en el qué. Y del cómo ni noticias. Abundan las prácticas de diagnóstico y escasean las prácticas de tratamiento. 

Esa ausencia del cómo posiblemente se vincule con un desprecio generalizado por las formas. Y es así que resulta justamente imposible encontrar la forma de solucionar nuestros problemas, en particular cuando son las formas adecuadas las que no se están buscando.

Llegado el momento, a la hora de poner las manos a la obra, así se hacen las cosas. A la sanfasón. O a la sans façon, para no abusar del lunfardo. O en criollo: a la que te criaste. Pero casi siempre: a lo bestia. Aunque en las declaraciones a la prensa siempre se diga que se hace lo que se tiene que hacer y se hace de la única manera posible. Lo que nunca, pero nunca, es cierto.

Así, deja de importar tanto lo que se debate, ya que la forma en que se lo debate termina desvirtuando lo que se debate. Porque es justamente el cómo el que determina en definitiva los resultados. Las formas. Que es lo que menos tenemos en cuenta.


5. En las guerras de opinión, tan recurrentes entre nosotros los argentinos, las posiciones más extremas de los bandos en disputa suelen centralizar el ring. Y se arma una donde todo parece reducirse a matar o morir: a ganar cueste lo que cueste y caiga quien caiga. Borrando los matices y convirtiendo a los menos virulentos de las parcialidades en mera claque para los más ruidosos, agresivos y desconsiderados en su actitud beligerante.

Porque cualquier matiz, cualquier prurito, cualquier reticencia pone de manifiesto una debilidad de los propios que puede potencialmente ser capitalizado por el oponente y esto puede ser fácilmente confundido con la traición en momentos de susceptibilidades exaltadas y/o indignadas.

Y si los matices se diluyen en esa lógica binaria del todo o nada, del negro o blanco, menos lugar queda aún para la disidencia en cuanto a los términos del enfrentamiento. Particularmente cuando la disidencia pretende vislumbrar partes de verdad y razón en las posiciones de ambos bloques mutuamente excluyentes.

Por eso el problema deja de ser lo que se está discutiendo, en una medida directamente proporcional a la importancia de lo que está en discusión. Todo lo cual queda obscenamente expuesto cuando de lo que se discute es nada menos que respecto de la vida humana. Si ya sucedía al tratarse de diversas variables que definen la calidad de vida, -como la salud, la educación, el trabajo- la vida misma no podía ser la excepción.


6. A  una supuesta grieta dibujada en el piso con tinta de diario, la atravesó una fractura social que nos partió en dos. Una fractura expuesta que nos interpela a todos, que nos pone a prueba para ver qué tan consecuentes somos con las ideas que defendemos.

Sería deseable una discusión más amplia sobre la vida de los argentinos. Y si lo que está en discusión es la vida misma, posiblemente habría que ponerlo todo -absolutamente todo- en discusión antes de llegar a eso. Porque ese todo que hay que poner en cuestión es el contexto que hace a veces necesaria y para algunas personas deseable la interrupción de la vida, en cualquier momento de la vida.

Poner en cuestión, para empezar, la estructura y la política sanitarias que parecen ser más parte del problema que de la solución. Poner en cuestión, -además-, la estructura, el modelo y la política educativa. Poner en cuestión -también-, la cultura vigente y el orden social de los que esas decisiones son emergentes. Poner en cuestión -por qué no-, el orden político que no supo ser más que un espectador de lo que viene sucediendo en el camino que nos trajo a este punto de la situación.

Poner en cuestión -finalmente o en principio, pero poner en cuestión- la dinámica económica, o la estructura o el modelo, para evaluar en qué medida coadyuva a que esto, para muchos indeseable, suceda.

Ponerlo en cuestión todo, antes de poner en cuestión a la vida misma, en cuya preservación encuentra sentido todo lo que hace a la organización de las comunidades humanas.

Pero no. Ni ahí. Y menos que nada cuestionar el statu quo de la economía. Cualquier cosa, hasta la vida, pero menos eso.

Me parece, opino, que algo está horriblemente mal en un país donde se puede discutir la interrupción de la vida pero no se puede discutir el modelo económico y las decisiones políticas subordinadas y consecuentes con ese modelo. Pero esto sucede porque lo único que está realmente sacralizado, -lo verdaderamente sagrado en este presente de nosotros- es el interés privado. Particularmente de quienes ejercen la posición dominante en los mercados, que son los intereses que el actual modelo económico privilegia. 

-Es la economía, estúpido!- me grita la realidad, siempre tan cruel a la hora de hacerme callar. Y no encuentro mejor oportunidad para hacerlo.

explicar con palabras de este mundo 
que partió de mí un barco llevándome
(Alejandra Pizarnik)


Seba Cayre - Zamba para no morir



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